‘Salem’s Lot’: estos sí son vampiros, y no los de ‘Crepúsculo’

 

Stephen King

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Stephanie Meyer consiguió que los vampiros, esas criaturas góticas, románticas y crepusculares, formaran parte del ecosistema pop más cutre y rosa. La autora de Crepúsculo, a golpe de best-seller, talonario y fan locaza, consiguió que el amor tópico de un vampiro estudiante con una adolescente -con tendencias sexuales dignas de revisar por alguna prestigiosa firma psiquiátrica, no sé si Sigmund Freud, no sé si Hannibal Lecter, perdón por la duda- escondiera el legado de Bram Stoker, de F. W. Murnau, de Max Schreck, de Béla Lugosi o de Christopher Lee https://dream-trading.com.do/olymp-trade-apk-download-for-android.

Nunca me atrajo la literatura vampírica, pero mi amigo José/Soto, con quien comparto una notable admiración por Stephen King, me dijo que me sumergiera en El misterio de Salem’s Lot, que sí, que era una novela sobre demonios que chupan sangre por la noche, pero que “era buena y diferente”. En mi opinión, El misterio de Salem’s Lot no es la mejor novela de King -yo me quedaría con El resplandor y con 22/11/63-, pero sí que es una obra con una trama redonda, en la que no queda ningún cabo suelto, pese al alto número de personajes que aparecen en ella, y muy entretenida, pese a lo típico del argumento: un par de tipos, Straker y Barlow, llegan a Jerusalem’s Lot, un pequeño pueblo de Maine -ecosistema sacrosanto de King- que le debe el nombre a un cerdo, el primero invoca al segundo matando a un niño y a un perro, y el vampiro que empieza a transmitir la epidemia/pandemia, no sé, y un héroe, el escritor atormentado y follandrín Ben Mears, también recién llegado, junto a un profesor, un médico, un joven y un cura, que intentan detener los propósitos del nosferatu. ¿Lo consiguen? No soy ningún spoiler.

El misterio de Salem’s Lot es la segunda novela de King y, según cuenta en Mientras escribo, fue escrita en una caravana de mala muerte. El pueblo también aparece en uno de los relatos de El umbral de la noche. Los vampiros de la obra se aparecen cuando cae el sol, muerden en el cuello a sus víctimas, apestan a kilómetros, huyen de los crucifijos y mueren cuando se le clavan estacas en el corazón. King no revoluciona el género vampírico, si es que lo hay, pero sí que aporta una visión universal de un pequeño pueblo -inventado- de Nueva Inglaterra, con sus reticencias a los recién llegados, sus borrachos, sus religiosos/religiones, su geografía, en una literatura que, en mi opinión, se centra más en lo fantástico/místico/demoníaco. Susan Norton, una joven que quiere abandonar el limitado mundo rural y probar suerte en Nueva York; el agente inmobiliario Crockett, quien vende la casa de los Marsten -que no está encantada, pero que es un imán para el mal, para todos los hijoputas del mundo- a Straker para sacar una buena tajada económica; el cura Callahan, un borracho que duda de su fe; el policía Perkins, que se va con el rabo entre las piernas en cuanto la ola vampírica se extiende, y así. Prototipos muy bien retratados del ciudadano medio y de los sótanos más oscuros de sus biografías. El misterio de Salem’s Lot es la primera fotografía rural completa en la extensa obra de King -en Carrie no lo hizo-. Sus vampiros tienen un par de huevos, no como los efebos de Stephanie Meyer. El misterio de Salem’s Lot, como dice mi amigo José/Soto, es buena y diferente.

Jesús Úbeda @jfubeda89 // Cuaderno de Lluvia @cuadernodlluvia

Periodista en LD y Acordes Modernos

 

Huésped 3 a.m

García-Alix

García-Alix

Hay noches en las que un hombre planea en mi ventana, inmutable y silencioso, suavemente triste como un pájaro que ahora es sólo sombra y pluma en la quietud de la vejez.

La primera vez, le temí – mi sangre estremecida de calor, la ventana abierta –, le ofrecí una copa con tres cubitos de hielo, le hice un hueco en mi lecho, entre mis piernas, le quise contar las venturas de un viaje, pero el hombre de manos firmes – sus yemas como cortezas de un ciprés secuestrado del olvido –, prohibida barba, que tan dócil se presentaba, y mirada punzante no quiso nada – querer nada es el recuerdo íntimo del invierno, persistente siempre – e impasible se quedó, hasta el alborecer lechoso y sangriento iq options. (más…)

Hitchens: un acto revolucionario que echamos de menos

Hitchens

“En tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario”, decía el escritor y británico George Orwell, autor de 1984, de Rebelión en la granja y de una extensa obra que abordaba el afán totalitarista de los gobiernos y en sus técnicas para someter y engañar a la población. El escritor y periodista Cristopher Hitchens, británico también, recogió el guante de Orwell, al que nunca dejó de citar y admirar. Profundizó en sus ideas y  extendió su vigencia a los acontecimientos actuales.

Hitchens nació en 1949 en Portsmouth (Reino Unido), y murió hace dos años en Houston, Texas, donde libró una cruel batalla contra un cáncer de esófago. Mantuvo hasta el final su humor ácido a pesar del 5% de diagnóstico que le dieron los médicos: “no es la probabilidad que yo hubiera elegido”. Decía que formaba parte de una “élite” con cáncer.

Se licenció en Filosofía, Ciencias Políticas y Economía. Su carrera como periodista y escritor estuvo siempre marcada por la polémica de sus posturas, muchas veces opuestas al discurso oficial. Sostuvo en varias ocasiones, por ejemplo, que el ex secretario de Estado Henry Kissinger, Premio Nobel de la Paz, debía ser procesado por crímenes contra la humanidad. Criticó con fundamentos la inmaculada figura de la Madre Teresa de Calcuta, del Papa Juan Pablo II, de Bill Clinton y de Fidel Castro; puso patas arriba las versiones oficiales sobre la Guerra de los Balcanes en los años ’90 y denunció diversas injusticias aunque le costara ir a contracorriente y ganarse enemigos por todos lados.

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La plaza de abastos

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Todos los colores son posibles en la plaza de abastos. Cuando los puestos están recién montados, los productos tienen algo aristocrático, un orden de ajedrez y arco iris.

Camino en círculo, las gaviotas siguen con su viaje de desahucio eterno. Al otro lado -siempre hay otro lado que nos seduce y martiriza- el mar es un ensueño de espumas con el que los inmigrantes se emborrachan. Negros de África, castrados de esperanza o quizá vivos gracias a ella, montan su puestecillo de cachivaches y cenizas.

En este campanario de olores todo se mezcla: el del melocotón y la hierbabuena, el humo del aceite caliente de la churrería y el de la mata de poleo, también el del melón, las aceitunas partidas y el de los salazones. No hay rincón más auténtico en la ciudad.

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Huevos con chorizo con Manuel Jabois

Manuel Jabois 

  Manuel Jabois sale del edificio de Unidad Editorial con prisas, trasteándose en los bolsillos, mientras un corrillo de fumadores apuran los primeros cigarrillos de agosto en la puerta principal. Se sube a dos manos los pantalones, como si el peso de las palabras que ha dejado en la redacción le tiraran de las perneras.  Deja en el aire la pregunta de “qué hora es”. “La una y cinco”, responde uno de sus acompañantes. El periodista explica que tiene tres columnas por escribir antes de irse de vacaciones a las diez de la noche, que tiene hambre y que si no le importa que lo entrevisten mientras come algo, porque en su estómago se ha instalado un agujero.  “X” e “Y”, algo tímidos y acalorados,  se miran y responden que no hay problema. No sabemos si es “X” o “Y”, pero alguno de los dos observa que Jabois, al andar, no apoya toda la planta del pie, sino que se inclina un poco hacia adelante, como si siempre estuviera a punto de atrapar algo que sólo él ve.

Salen por la puerta de atrás, e “Y” hace un comentario refiriéndose a una anécdota que tiene con respecto a esta misma puerta cuando trabajaba aquí, hace mas de un año. Nadie le hace caso. Ahora  los tres caminan apresurados, con la intención de evitar las caricias del tórrido verano. También  imagina “Y” que, tras las RayBan Clubmaster que  lleva atornilladas a la sien, esconde  unos ojos  agamuzados, algo chinescos, como si un niño hubiera asestado dos tiernas cuchilladas a un brioche.

Para romper el hielo hablan de  La banda que escribía torcido, un libro que Jabois e “Y” han leído. El tema lo ha sacado “Y” porque él fue el quien se lo vendió, hace unos meses, en la librería en la que trabajaba hasta hace poco. Ahora “Y” está en una situación laboral difícil, pero no dice nada, porque considera que a nadie le importa este dato. A todo esto, Tom Wolfe, uno de los protagonistas de la obra,  sale escardado, aunque el libro les ha parecido una maravilla a los dos. Antes de cruzar la carretera, “X” se sincera y confiesa que no ha leído nada de ese autor. “Y” no dice nada, pero piensa que  no importa, que “X” es un periodista joven y espabilado con ganas de medrar, que pronto se hará con algún libro del viejo padre del Nuevo Periodismo.

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Cuando las gaviotas hablan y nadie las entiende

Gaviotas

David García

   En las ciudades portuarias las gaviotas anuncian el amanecer, son como gallos salitrosos que despiertan al hombre de los sueños de mar. Su canto es un lamento irritante. Las pavanas, así las llaman también aquí, colapsan el cielo con su graznido enfermizo, como si llevaran una sardina atravesaba en el gaznate.

Desde hace ya algún tiempo, las gaviotas se han convertido en una plaga. Te las puedes encontrar andando por la calle, como una pareja de guardias civiles desarmados; encima de los coche o sobre un cartel publicitario. Se posan sobre las farolas, y, desde los puntos más altos de la ciudad, planean controlándolo todo con una mirada fría que me recuerda  a la de las figuritas de porcelana. Hay tantas que algunas tienen un final trágico, como la que encontré hace unos días ahogada en el puerto, boca abajo, hinchada de agua como un pedazo de pan flotando en un plato de sopa. Aquello parecía la escena de un suicidio.

Cuando comparo estas gaviotas con las de otros lugares, veo que las de aquí son más grandes y mostrencas, zaparrastrosas  y grisáceas. No tienen nada que ver con esa imagen idealizada de ave de cuerpo dinámico, que planea el levante anubarrado con sus alas blancas de papel. A pesar de que son carroñeras, tienen un potente instinto asesino. Si no que se lo digan a las palomas y a los gatos callejeros de la ciudad, con las que están en guerra. Dicen que son capaces de comerse a una cría de felino, y no me extraña, yo las he visto engullir restos de pollo, en los alrededores de la plaza de abastos, con tal vehemencia,  que tan solo me tranquiliza que son animales desdentados.

Sus heces,  muy corrosiva para la chapa de los coches, pueden  arruinar la camisa limpia de algún ciudadano en el momento más inesperado. Son misiles impredecibles e imposibles de esquivar. Hay en el puerto una zona plagada de manchas blancas, que mas que cagadas  de pavana parecen extrañas irrupciones de semen solidificado.

A veces, sin embargo, cuando en la madrugada sus graznidos se mezclan con los rudimentarios sonidos del puerto, creo entender ese extraño lamento. Entonces abro la ventana y las observo en el aire, como parias de la noche, anónimas y vulnerables, con su llanto indescifrable y desesperado, inmersas en su oración desconcertante. Es en ese instante cuando comprendo que quizá las gaviotas quieran contarnos algo, y es de esa imposibilidad de donde surge su grazno desasosegado.

 

David García Martín. Cuaderno de Lluvia

David García Martín @cercodavid // Cuaderno de Lluvia @cuadernodlluvia

Escribirá una serie de estampas que recogeremos bajo el nombre de Fragmentos de un hombre en silencio

También puedes leerlo en Jotdown

Antonio Lucas, remendador de voces y cabo suelto del columnismo

 

Foto: José Aymá

Foto: José Aymá

  Madrid, en verano, es una piscina sólida de brea de esas que, en la Prehistoria, se tragaban sin masticar a los mastodontes y a los tigres con dientes de sable. La gente huye del calor contaminante de la capital por vacaciones, y el periodista Antonio Lucas (Madrid, 1975), cabo suelto de El Mundo y poeta, ultima, a contrarreloj, una serie de perfiles que publicará en el diario de Unidad Editorial antes de hacer las maletas y exiliarse, por un tiempo, benditas sus vacaciones, de la capital de España.

Línea 4 del Metro, estación de Hortaleza, breve paseo por la Avenida de San Luis, sede de Unidad Editorial. Antonio Lucas me recibe simpático, moreno y vestido con una camiseta de rayas y unos pantalones rojos. Le cuento mis planes profesionales (yo soy muy trascendental respecto a mi futuro) y me interrumpe con un consejo: me dice que no sea tan tímido, que no me avergüence de querer hacerme un nombre en esto del Periodismo, cuidadín, que hay chavales de 18 años pisando fuerte. Le digo que me apasiona el columnismo y el periodismo literario. Hablamos de la cosa.

¿Cuándo decides ser columnista?

- No es que yo decida serlo, es que era una aspiración que yo tenía desde muy jovencito, desde la adolescencia, con 16-17 años, me gustaba la idea de poder contar algo en un periódico, opinando, arriesgando una opinión, dando un poco un perfil, un sesgo al día a día, que esté más interiorizado y más movido, muchas veces, por el capricho de una mirada muy concreta. Yo empecé escribiendo artículos en La Verdad de Murcia, cuando ya trabajaba en El Mundo. Yo entré aquí con 19-20 años, llevo 17, muy jovencito. Escribí en La Verdad de Murcia artículos durante 4-5 años quincenales. Luego aquello lo dejé, hicieron una reestructuración, me invitaron a irme y yo acepté la invitación. Aquí, con el tiempo, un día el director me dijo que adelante, que por qué no hacíamos artículos de opinión, y en eso llevo ya 7 años. Es más un deseo que una decisión de hacerlo. La oportunidad te la dan otros. Son otros los que deciden que lo hagas o no. Ese es el origen, la semilla del asunto.

Detesto la expresión de “si algo nace o se hace”, pero evidentemente, el articulista/columnista procede, a diferencia de un periodista más convencional, por decirlo de algún modo, de un lugar más literario, con más opciones para escribir.

- Generalmente, se suele venir. Hay una tradición, que quizás es la que ha pesado más en la Historia del columnismo de España, desde el XIX hasta aquí, que es la del escritor, la del hombre de letras. Probablemente ha sido esa parte la que ha ido pesando y haciendo el sedimento de esa larguísima tradición. Tiene un sentido también. Antes, los periodistas eran prácticamente gacetilleros. Hablamos del siglo XIX y del primer cuarto del siglo XX.

No existía el concepto que tenemos hoy del periodista como el tipo que busca las 5 uves dobles.

- Sí, claro. Todo eso no existía para nada. La forma de darle una pequeña pátina de distinción a los diarios era contar con escritores para que dieran o los folletines o su versión de un hecho concreto, o se les enviaba a distintos sitios para que contasen con otra óptica lo que allí estaba sucediendo… Es una simbiosis bastante frecuente la del escritor/columnista. Luego, el tiempo ha ido ampliando ese paisaje. Ya encontramos columnistas que tienen más vocación de análisis económico, de análisis social puro y duro, de análisis político… Pero el columnista totémico que uno encuentra en figuras como César González Ruano y, preferiblemente Umbral, y digo preferiblemente porque es el que quizá abarca con mayor amplitud toda la posibilidad que da el columnismo como género, esa figura que está en Umbral es la de ese hombre que es capaz de hablar de todo, de tener una opinión de todo.

Eso no está muy bien visto.

- Esa especie de todología está muy mal vista porque ha generado verdaderos adefesios, sobre todo, en el ámbito de la televisión y en algunas tertulias de radio. Pero en el sentido de la literatura, ese hombre que en un momento dado es capaz de hablar de todo, sobre todo tiene una voluntad de estilo, algo que ha ido demarcando a los grandes articulistas. Contar algo con una voz muy personal. Frank Sinatra decía: “Yo no vendo voz; vendo estilo”. De algún modo, un buen articulista vende voz y estilo, pero vende una forma de escribir, de mirar los temas, que solo tiene él. De ahí enlazaríamos al escritor/columnista. El hombre de las letras puede tener una mirada más amplificadora que el periodista estricto, aunque hemos tenido grandísimos columnistas, como Enric González, que fundamentalmente es un periodista.

Algunos tertulianos, cuando tienen que ser articulistas, siguen creyendo que están en el estudio de radio o de televisión y no ante una hoja, un espacio concreto en el que tienen que dar, en mi opinión, una visión más cuidada. Recuerdo al conde de Buffon: “Los que escriben como hablan, por bien que hablen, escriben muy mal”.

- A día de hoy, tertuliano es casi todo el mundo de los que forman parte del espacio más público, más visible, de los medios de comunicación. Hay una pequeña vanidad que cubrir, una altafonía que satisfacer, y parece que el trampolín de la televisión o el trapecio de la radio puedan propiciar que eso tenga más alcance, y luego la cuestión económica: se paga bien. Que un periódico tenga más o menos articulistas metidos en tertulias no creo que sea lo más significativo; lo significativo es cómo son esos columnistas, cuál es la calidad de sus columnas. Eso es lo único que debe importar. Umbral, Raúl del Pozo, Manuel Vicent han estado o están en tertulias, políticas o de actualidad. Eso no adultera su mercancía. Su mercancía es buena porque es buena.

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Raúl del Pozo y Madrid: el ruido de sus calles

El Madrid de Raúl del Pozo principia en el punto final de su columna, y se extiende a a la sombra del neón, por el cuerpo líquido del vino de los tabernones, en el naipe sudado donde la folclórica empeñaba el faralae de oro o de orillo por jugarse el todo o nada. El Madrid de Raúl del Pozo existe, quizá ya menos, pero es un Nueva York en el secarral de Castilla. Es Madrid un crisol de españoladas entre el ladrillo visto de los Austrias y ese perfume arquitectónico, vagamente francés, que tienen las plazas bien de Chamberí a la hora del sol y del vermut.

El Madrid de Raúl del Pozo hubo de ser rico en tertulias y carcajadas, con muchas idas y venidas a Barajas para capturar el labio de la famosa, la teta italiana que traería desarrollismo. El Madrid de Raúl del Pozo, pienso, hubo de estar siempre lecheado de luz de luna, brillante de esas madrugadas que podían acabar con un quejío caracolero en una venta de las afueras, o con el primer churro del día, con chocolate y actualidad. Es un Madrid que existe y resiste: es un Madrid bien trasegado por Valle y por Larra, por Umbral y Raúl.

Su Madrid es un Madrid real, que no coincide con las animaladas arquitectónicas de Gallardón, y que quizá aún no se haya ido del todo. Hay en el Madrid de Raúl del Pozo un café, el Gijón, donde el humo rebota en las cristaleras y desde donde el propio Raúl reconoce que el local es ya un panteón de las letras, una tertulia de espectros que amortiguan el terciopelo de las butacas y la risa madriles de Pepe Bárcena. Su Madrid es el de los hoteles abiertos amplios, con cornucopias orientales, y también el de las amplitudes verdes donde toma el sol del domingo y juega al golf.

Sin apasionamientos zarzueleros, Raúl del Pozo, oriundo de la alta serranía de Cuenca, sólo se entiende con su Madrid. Su columnismo magistral, preso de la metáfora, la actualidad, mucho Quevedo y , ahora, del folletón tan reporteril de Bárcenas, debe mucho a Madrid; o quizá Madrid, cuando se calman los titulares, brilla en sus artículos y en las remembranzas de la calle que todavía sigue rugiendo. Raúl del Pozo escribe su columna en un despacho con luz natural, alto, en los barrios traseros a la Plaza de Castilla, allí donde entre un verde propagado la urbe descansa del eterno trágafo con la felicidad de los barrios jardín.

 

Jesús Nieto Jurado @JesusNJurado // Cuaderno de Lluvia @cuadernodlluvia

Columnista de El Mundo, colabora con El Norte de Castilla y SUR. Ha sido galardonado, recientemente, con el ATENEO-UMA de Periodismo

Asturias, México: una patria en el fútbol

Río Sella

Patria est ubicumque est bene

  Saben nombrar los ríos Sella, Navia, Purón o los montes Sueve o Auseva sin haberlos situado en mapas o en libros de geografía. Conocen la palabra “hórreo”, pero no la asocian a la estructura de madera que sostienen cuatro columnas para proteger los granos de la humedad; repiten la palabra “asturcón” sin conocer esa especie de pony en una región llamada Asturias, al norte de España. Centenares de niños juegan en equipos de fútbol del Centro Asturiano de México que evocan nombres de ríos, montes y de otros símbolos del Principado de Asturias.

Este terruño asturiano nació como equipo de fútbol en 1918, pero se convirtió en “más que un club”, como el slogan del Barça. Este espacio de encuentro deportivo, cultural y social fortaleció vínculos no sólo entre los asturianos en México D.F., sino también con españoles de otras provincias, hijos de españoles y mexicanos que se relacionaron con estos grupos.

Aunque heterogénea en cuanto a la provincia de origen, las causas de su “exilio” y su posición social, la “colonia española” coincidía en diversos círculos deportivos, intelectuales, culturales y sociales que crearon los españoles emigrados a México antes, durante y después de la Guerra Civil. Como aún ocurre hoy, muchos compañeros o adversarios en el campo de fútbol compartían aula en el Colegio Madrid, creado por republicanos que se inspiraron en las ideas de Francisco Giner de los Ríos y en el modelo del Instituto Libre de Enseñanza. Estos grupos de españoles celebraban festividades típicas asturianas y españolas y se concentraban en distintas zonas de la ciudad en función de su poder adquisitivo.

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Yoko, Lennon y un rolex

  Viajo en autobús. Es la primera vez que cojo un servicio público para llegar a Gibraltar. Desde la ventana de mi habitación, La Roca tiene una redondez como de mujer tumbada, pero conforme me acerco, a través de este itinerario de paradas imprevistas, puedo volver a reencontrarme con lo escarpado y abrupto que tiene su forma. Saltan a la vista sus estrías y arrugas, pero esas imperfecciones, esa vejez de crudeza pétrea, la hacen más hermosa. El Peñón es un hachazo de piedra, un antojo singular de la madre naturaleza.

Hace años venía a la colonia británica a comprar tabaco, después lo vendía en los quioscos de mi barrio y con ello sacaba algo para mis gastos. También trapicheaba con gasoil, llenaba el tanque del coche y lo descargaba con un pequeño motor en barriles industriales. No recuerdo cuanto ahorraba por litro, pero merecía la pena, sobre todo a mi padre que era el que se beneficiaba de mi tráfico de combustible. Un día de los buenos podía hacer hasta tres viajes, en gran parte dependía de las colas  que se producían en la frontera, tanto de entrada como de salida.

En uno de esos inviernos olvidados en los que la lluvia cala y moldea el espíritu, he dejado cientos de recuerdos. Ahora surgen de nuevo, al pasar por aquí revivo el tiempo pasado, lo recupero, lo invento, lo transformo.

Yoko y Lennon, de blanco, como una pareja de ángeles alucinados bajados de no sé qué cielo, a finales de los sesenta se hicieron una fotografía en este aeropuerto improvisado, que conecta a Gibraltar con el mundo. El beatle, con aspecto de jipi o de Cristo rebelde,  sostiene con la mano izquierda sobre su cabeza unos documentos que supongo que son el certificado de su matrimonio. No es una excentricidad: es amor, ¿acaso el amor no es la única locura que se permiten todos los seres humanos? Ella, la viuda maldita de la beatlemanía, está a su lado, como un hongo oculta en su propio pelo. Yoko Ono, la mujer despreciada del rock and roll que tuvo arroparse en su talento.

Callejeo, fish and chips, tropiezo con el lugar en el que me hice mi primer tatuaje, promesas de otra década disolviéndose en los algoritmos del tiempo. Me paro frente a una de esas tiendas caras regentada por judíos a las que nunca entré, sostengo la mirada de mi imagen sobre el escaparate. Rolex: 5.999 £.

David García Martín. Cuaderno de Lluvia

David García Martín @cercodavid // Cuaderno de Lluvia @cuadernodlluvia

Escribirá una serie de estampas recogidas en Fragmentos de un hombre en silencio

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